Gigant Samaa era un gigante de cuatros
metros, con piernas del tamaño de un eucalipto y brazos largos como un pino. Vivía en una isla
desierta. Sus únicos amigos eran un cactus y el sol.
Un día Gigant decidió ir a
jugar con sus dos amigos. El pequeño, con mentalidad de un chico de nueve años y
el cuerpo de un gigante, fue hacia su lugar preferido, la roca, donde se
sentaba junto con sus amigos, cactus y solcito.
Se sentó en su querida roca mirando a su
amarillo amigo, el sol, luego giró su mirada hacia su amigo verde y peligroso a
causas de sus pequeñas espinas. Los miró por largos segundos hasta que decidió
romper el hielo.
- Ustedes no pueden entenderme- dijo el gigante con una
lágrima corriendo por su mejilla.
Tenía la mirada triste y fija en sus dos
amigos, esperaba una respuesta, pero en el fondo sabía que ellos dos no podían
entenderlo ni contestarle. Se sentía solo y angustiado, quería una compañía capaz de escucharlo, abrazarlo y entenderlo.
Ya cansado, Gigant se paró para retirarse
pero una voz lo detuvo. Sí, su queridísimo amigo verde le habló. Gigant levantó
sus cejas sorprendido, no esperaba que sus amigos le hablaran, era algo
inentendible que, a la vez, le producía una felicidad inmensa. El cactus le
había preguntado algo que lo descolocó
por completo:
- ¿De enserio piensas que no podemos comprenderte?-
preguntó el cactus mirándolo fijamente.
- Vos sos una planta- dijo el gigante señalando a su
amigo verde- y vos, un sol – dijo esta vez señalando a su amigo amarillo.
- Eso no quiere decir que no tengamos sentimientos ni
podamos escucharte- dijo el amarillento sol. Gigant se quedó mirando a sus dos
amigos buscando una repuesta más comprensible.
- Pero… No entiendo… Ustedes ¿pueden escucharme? ¿Pueden hablar? – preguntó el gigante
desconcertado.
- ¿Qué te acabamos de decir? Tonto, ¿no comprendes? –
preguntó a su vez su amigo verde acompañado con una pequeña carcajada de parte de los
dos.
- - Sí, entiendo, pero todavía no lo puedo creer – dijo el
gigante emocionado.
Gigant
desde muy pequeño, siempre, vivió solo. Sus padres habían desaparecido como por
arte de magia. Desde ese momento, el gigante con tan solo tres años creció solo.
Luego, con nueve años, el gigante salió por primera vez de su cueva viendo así
el mundo real. No veía a nadie, era solo él y el sol. Caminó por un sendero de
selva y en ese momento notó que el sol lo seguía a donde él iba, caminó aún más
rápido para tratar de perder a la esfera amarilla. Aumentó aún más la velocidad
mirando hacia atrás notando que al fin había podido librarse de esa cosa amarilla,
pero la suerte no estaba de su lado ese
día... A causa de que el muy torpe estaba mirando hacia atrás y corriendo a gran
velocidad, no fue capaz de notar que una roca estaba frente a su camino. Dirigió
su mirada hacia adelante pero ya era tarde, cayó al suelo provocando así un
gran salto en las palmeras que estaban allí. Inmediatamente, se levantó
avergonzado de su torpeza, levantó la vista y vio la roca que provocó su dura caída,
se acercó a esta y vio una figura verde y espinosa, algo raro para él ya que no
conocía el mundo real. Se acercó lentamente y temeroso levantó una de sus
enormes y pesadas manos tocando a la figura verde y a la misma vez pegando un
grito, ya que las puntiagudas espinas lo pincharon. Luego, furioso con esa
figura verde, levantó su mirada hacia el cielo viendo allí a su queridísimo
“amigo” amarillo. No entendía porque esa esfera amarilla lo seguía, hasta que
pensó que, sólo tal vez, él quería ser su compañero. Así pasaron meses y la
esfera amarilla, el gran gigante y la extraña figura verde se hicieron muy
amigos.
Esa tarde, el gigante y sus amistades
pasaron la tarde juntos, conversando felices. El pequeño gigante no paraba de
hacerles preguntas a sus amigos aprovechando la oportunidad de que ellos podían
entenderlo. La tarde pasó volando. Se fue haciendo de noche. El primero en
despedirse, obviamente, fue el pequeño (pero no tan pequeño) sol; luego, Gigant
se despidió de su amigo verde. Caminó por el mismo sendero que lo conducía asía
su casa.
Ya por la mañana, Gigant se levantó y lo primero que hizo fue ir a
visitar a sus amigos. Salió hacia afuera y notó que su amigo amarillo no
estaba. En el cielo presentaba una imagen no muy linda, nubes grises abundaban
el maravilloso cielo azul amenazando con la caída de una fuerte tormenta. Y, como por arte de magia, la angustia volvió
al pequeño gigante. No ver a su amigo amarillo como todos los días lo ponía
triste. Enseguida corrió hacia la roca esperando ver allí a su amigo verde,
corrió lo más fuerte que podía hasta llegar hacia su destino, miró la roca y
luego pasó su vista hacia el lugar de su amigo verde, pero tampoco lo halló
allí. Una vez más sus ojos se llenaron de lágrimas saladas y frías. No podía
creer lo que le estaba pasando, era imposible que sus amigos hubieran desparecido
como si nada.
Y, como todas las noches, se le
vino la imagen de sus padres abandonándolo… Otra vez lo dejaban solo, una vez
más tenía que llorar, una vez más sentía morirse, una vez más sentía la
soledad. Eso, la soledad, su mayor miedo era ese, quedar solo toda la vida. No
podía imaginar una vida feliz con sus amigos y sus padres, la soledad siempre estaba
en ventaja y no lo dejaba avanzar ni ser feliz.
Ahora todo era más raro, como
por arte de magia estaba en un lugar desconocido para él, aunque no demoró
mucho tiempo en notar que era el centro de la selva. Él había aparecido ahí sin
haber movido ni un solo pie. Todo era desconcertarte. Estaba ahí, en el medio de
la selva, con las lágrimas a flor de piel y la lluvia pegando en su cara, era y
no era, estaba y no estaba y… despertó. Sí, todo fue un sueño, mejor dicho una
pesadilla. Gigant se despertó sobresaltado con lágrimas en sus ojos y un nudo
en la garganta. Fue la pesadilla más horrible que tuvo en toda su vida.
Y así, con las lágrimas corriendo por sus mejillas, salió corriendo de su “casa” en busca de sus
amigos. Entre tropezones y desesperación corrió lo más fuerte que pudo. Llegó a
la roca, cerró los ojos lo más fuerte que pudo, pestañeó tres veces y los abrió
rogando que sus amigos estuvieran ahí. Y si ahí estaban, sintió que el corazón le
latía a mil por hora de la felicidad, por un momento pensó que se moría, pero
ahí estaban ellos sonriendo extrañados al ver sus lágrimas.
- Gigant, ¿Qué sucedió? – preguntó el cactus.
- Nada, estoy bien – dijo el gigante, no quería que sus
amigos se pusieran mal por él.
- Y ¿Por qué llorabas entonces? – preguntó esta vez su
amigo sol.
- No, por nada, es que me pone feliz verlos y saber que
puedo tener una buena conversación con ustedes – dijo Gigant riendo y fue acompañado
luego por sus amigos.
Y así Gigant
tuvo un final feliz, donde pudo ganarle a la soledad, a la tristeza y la
angustia. Por fin sentía que algo en su vida salía bien, que podía ser feliz,
gracias a sus dos amigos. La vida
puede dar miles de vueltas, pero creo
que siempre está destinada a tener un final ¡Feliz!, y… recuerden, “no todo es lo que
parece”.
Por Mica Miño, 2 B.
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