lunes, 17 de diciembre de 2012

Cuentos de extraterrestres, duendes y gigantes: Gigant Samaa


Gigant Samaa era un gigante de cuatros metros, con piernas del tamaño de un eucalipto y  brazos largos como un pino. Vivía en una isla desierta. Sus únicos amigos eran un cactus y el sol
Un día Gigant decidió ir a jugar con sus dos amigos. El pequeño, con mentalidad de un chico de nueve años y el cuerpo de un gigante, fue hacia su lugar preferido, la roca, donde se sentaba junto con sus amigos, cactus y solcito.
Se sentó en su querida roca mirando a su amarillo amigo, el sol, luego giró su mirada hacia su amigo verde y peligroso a causas de sus pequeñas espinas. Los miró por largos segundos hasta que decidió romper el hielo.
Ustedes no pueden entenderme- dijo el gigante con una lágrima corriendo por su mejilla.
Tenía la mirada triste y fija en sus dos amigos, esperaba una respuesta, pero en el fondo sabía que ellos dos no podían entenderlo ni contestarle. Se sentía solo y angustiado, quería una compañía capaz de escucharlo, abrazarlo y entenderlo.
Ya cansado, Gigant se paró para retirarse pero una voz lo detuvo. Sí, su queridísimo amigo verde le habló. Gigant levantó sus cejas sorprendido, no esperaba que sus amigos le hablaran, era algo inentendible que, a la vez, le producía una felicidad inmensa. El cactus le había preguntado algo que lo descolocó por completo: 
- ¿De enserio piensas que no podemos comprenderte?- preguntó el cactus mirándolo fijamente. 
Vos sos una planta- dijo el gigante señalando a su amigo verde- y vos, un sol – dijo esta vez señalando a su amigo amarillo. 
- Eso no quiere decir que no tengamos sentimientos ni podamos escucharte- dijo el amarillento sol. Gigant se quedó mirando a sus dos amigos buscando una repuesta más comprensible. 
Pero… No entiendo… Ustedes  ¿pueden escucharme? ¿Pueden hablar? – preguntó el gigante desconcertado. 
¿Qué te acabamos de decir? Tonto, ¿no comprendes? – preguntó a su vez su amigo verde acompañado con una pequeña carcajada de parte de los dos.
-    - Sí, entiendo, pero todavía no lo puedo creer – dijo el gigante emocionado. 
    Gigant desde muy pequeño, siempre, vivió solo. Sus padres habían desaparecido como por arte de magia. Desde ese momento, el gigante con tan solo tres años creció solo. Luego, con nueve años, el gigante salió por primera vez de su cueva viendo así el mundo real. No veía a nadie, era solo él y el sol. Caminó por un sendero de selva y en ese momento notó que el sol lo seguía a donde él iba, caminó aún más rápido para tratar de perder a la esfera amarilla. Aumentó aún más la velocidad mirando hacia atrás notando que al fin había podido librarse de esa cosa amarilla, pero la suerte no estaba de su lado ese día... A causa de que el muy torpe estaba mirando hacia atrás y corriendo a gran velocidad, no fue capaz de notar que una roca estaba frente a su camino. Dirigió su mirada hacia adelante pero ya era tarde, cayó al suelo provocando así un gran salto en las palmeras que estaban allí. Inmediatamente, se levantó avergonzado de su torpeza, levantó la vista y vio la roca que provocó su dura caída, se acercó a esta y vio una figura verde y espinosa, algo raro para él ya que no conocía el mundo real. Se acercó lentamente y temeroso levantó una de sus enormes y pesadas manos tocando a la figura verde y a la misma vez pegando un grito, ya que las puntiagudas espinas lo pincharon. Luego, furioso con esa figura verde, levantó su mirada hacia el cielo viendo allí a su queridísimo “amigo” amarillo. No entendía porque esa esfera amarilla lo seguía, hasta que pensó que, sólo tal vez, él quería ser su compañero. Así pasaron meses y la esfera amarilla, el gran gigante y la extraña figura verde se hicieron muy amigos. 
    Esa tarde, el gigante y sus amistades pasaron la tarde juntos, conversando felices. El pequeño gigante no paraba de hacerles preguntas a sus amigos aprovechando la oportunidad de que ellos podían entenderlo. La tarde pasó volando. Se fue haciendo de noche. El primero en despedirse, obviamente, fue el pequeño (pero no tan pequeño) sol; luego, Gigant se despidió de su amigo verde. Caminó por el mismo sendero que lo conducía asía su casa.
     Ya por la mañana, Gigant se levantó y lo primero que hizo fue ir a visitar a sus amigos. Salió hacia afuera y notó que su amigo amarillo no estaba. En el cielo presentaba una imagen no muy linda, nubes grises abundaban el maravilloso cielo azul amenazando con la caída de una fuerte tormenta. Y, como por arte de magia, la angustia volvió al pequeño gigante. No ver a su amigo amarillo como todos los días lo ponía triste. Enseguida corrió hacia la roca esperando ver allí a su amigo verde, corrió lo más fuerte que podía hasta llegar hacia su destino, miró la roca y luego pasó su vista hacia el lugar de su amigo verde, pero tampoco lo halló allí. Una vez más sus ojos se llenaron de lágrimas saladas y frías. No podía creer lo que le estaba pasando, era imposible que sus amigos hubieran desparecido como si nada.
     Y, como todas las noches, se le vino la imagen de sus padres abandonándolo… Otra vez lo dejaban solo, una vez más tenía que llorar, una vez más sentía morirse, una vez más sentía la soledad. Eso, la soledad, su mayor miedo era ese, quedar solo toda la vida. No podía imaginar una vida feliz con sus amigos y sus padres, la soledad siempre estaba en ventaja y no lo dejaba avanzar ni ser feliz.
     Ahora todo era más raro, como por arte de magia estaba en un lugar desconocido para él, aunque no demoró mucho tiempo en notar que era el centro de la selva. Él había aparecido ahí sin haber movido ni un solo pie. Todo era desconcertarte. Estaba ahí, en el medio de la selva, con las lágrimas a flor de piel y la lluvia pegando en su cara, era y no era, estaba y no estaba y… despertó. Sí, todo fue un sueño, mejor dicho una pesadilla. Gigant se despertó sobresaltado con lágrimas en sus ojos y un nudo en la garganta. Fue la pesadilla más horrible que tuvo en toda su vida. 
      Y así, con las lágrimas corriendo por sus mejillas, salió corriendo de su “casa” en busca de sus amigos. Entre tropezones y desesperación corrió lo más fuerte que pudo. Llegó a la roca, cerró los ojos lo más fuerte que pudo, pestañeó tres veces y los abrió rogando que sus amigos estuvieran ahí. Y si ahí estaban, sintió que el corazón le latía a mil por hora de la felicidad, por un momento pensó que se moría, pero ahí estaban ellos sonriendo extrañados al ver sus lágrimas. 
      - Gigant, ¿Qué sucedió? – preguntó el cactus.
      - Nada, estoy bien – dijo el gigante, no quería que sus amigos se pusieran mal por él.
      - Y ¿Por qué llorabas entonces? – preguntó esta vez su amigo sol. 
      - No, por nada, es que me pone feliz verlos y saber que puedo tener una buena conversación con ustedes – dijo Gigant riendo y fue acompañado luego por sus amigos.
      Y  así Gigant tuvo un final feliz, donde pudo ganarle a la soledad, a la tristeza y la angustia. Por fin sentía que algo en su vida salía bien, que podía ser feliz, gracias a sus dos amigos.  La vida puede dar miles de vueltas, pero creo que siempre está destinada a tener un final ¡Feliz!, y… recuerden, “no todo es lo que parece”.
Por Mica Miño, 2 B.

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